Entro en El Retiro por Alfonso XII, por la esquina que da a la cuesta Moyano, sí, esa feria permanente que ha quedado un poco deshuesada desde que le quitaron el  tráfico. En El Retiro todo parece cerca pero casi nada está a mano, así que tengo que andar hasta vislumbrar las primeras casetas de la Feria, aunque es un andar entretenido entre ciclamores y petunias que están ahora rebosando primavera.

 

Siempre me pasa lo mismo cuando me planto junto a la primera caseta y miro: veo cómo se estrecha la calle de libros, y  no sé si es la única ocasión en que la distancia no importa, o es la única ocasión en que me da pereza buscar libros. Aunque en la feria no busco nada.

 

Me paro: estoy en medio de la eternidad, de la historia, de la ciencia.

 

Rodeado de todo lo que el hombre ha hecho e incluso lo que piensa hacer.

 

Ando, hojeo, ojeo, veo colas en algunas firmas y soledad en otras, y aún sin buscar, siempre salgo con algún cargo “literario” en la tarjeta,  los zapatos blancos de polvo, el alma tranquila por el deber cumplido y la boca seca.

 

Diego Durán Franco

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