Aquella primavera parecía más gris que las anteriores. El invierno había sido especialmente duro y nada hacía presagiar que la llegada del verano devolviera la calma al vecindario. Las calles estaban vacías, apenas quedaban árboles y el cielo de Madrid era menos azul que de costumbre. Cada mañana, nada más levantarse, Bruno necesitaba recuperar el placer de la lectura, evadirse de aquel mundo y olvidar la angustia que surgía por la noche. En la biblioteca familiar apenas quedaban libros y hacía un año que no iba a la escuela. Por si fuera poco, casi todos sus amigos habían escapado a Valencia con el buen tiempo. Pensó que sería una buena idea acercarse a la Feria del Libro, así que se lavó cómo pudo, cogió la vieja mochila y enfiló aquel camino tantas veces recorrido. Estaba llegando cuándo observó un montón de novelas esparcidas por el suelo y mucha gente arremolinada alrededor. Bruno avanzó asustado y comprobó que un obús había caído sobre la primera fila de puestos así que decidió volver a casa con las manos vacías. Corría el año 1937 y en aquella ciudad sitiada, leer era una actividad arriesgada.
Alejandro Álvarez-Canal Estrada