Por Imma Aguilar Nàcher

Hoy voy a empezar a construir la casa donde estaré .. para toda la vida

(Berlín, Coque Malla)

 

 

BerlinToda la gente que quiero o se ha ido, o no vuelve, o me he ido yo. He llevado demasiado lejos mi independencia. Viajo sola a Berlín y eso no es lo normal en mí. Me refiero a “sola”. Es la primera vez que lo hago como experiencia de libertad y autonomía. Hace casi un año que dejé a mi esposo y a mis dos hijos, con tanta naturalidad como quién deja un tren pasar mientras lo sigue con la mirada desde el andén. Todo se ha sucedido con inusitada rapidez y casi no he tenido tiempo de procesar todos los abandonos que he sufrido desde entonces. Amigos que se alejan en busca de otras oportunidades, viejos conocidos que optan y no precisamente por mí, decepcionantes pérdidas de gentes con más intereses que sentimientos. Mi error más grave fue dejarle ir, o mejor, hacer que se fuera. Tomé la determinación de hacer sola el viaje, sin dependencias sentimentales, sin riesgos afectivos. Y lo conseguí. Él lo descubrió y me abandonó. Ahora no oculto lo que quiero. Quiero mi libertad y no me importa pagar el precio elevado que cuesta el rescate de mis ataduras. Primer plazo: viajar sola.

Llegué a Berlín un sábado neblinoso de septiembre. Mi apartamento turístico estaba en la zona oriental, bien comunicado, tal y como anunciaba la web de alquiler por días. Tres habitaciones, terraza y mucha luz. Era demasiado grande para mí sola, pero me cautivó la decoración que observé en las fotos. Ya anochecía cuando recogí las llaves en el restaurante bistró francés situado en la misma acera del edificio donde estaba mi nuevo hogar por días, un refugio o una cárcel, dependiendo de mi ánimo cambiante. El restaurante estaba semivacío y el joven que me entregó las llaves me indicó en inglés que los dueños habían dejado un kit de supervivencia –así lo llamó- para mi llegada.

En la entrada reinaba la oscuridad a medias con la humedad. Olía fuerte a productos de limpieza incapaces de someter el intenso hedor enmohecido. Cuando encendí la luz, una puerta a la derecha y otra a la izquierda me ofrecían mi primera oportunidad de tomar partido en Berlín. Sin apenas tiempo de maldecir contra el mundo a causa del hambre y la incertidumbre, el mismo tipo que me había dado las llaves me abordó por detrás en el portal y, jadeando, me dijo en un perfecto alemán algo que no entendí pero que acompañó con gestos inequívocos que me guiaron a un patio interior enorme, de bloque de manzana. Era una preciosidad: Árboles, jardines, huertos urbanos, columpios, luces puntuales que danzaban en los balcones, música que salía de algún lugar. El joven, ya recuperado de su carrera en pos de la nueva inquilina, sonreía mirando mi gesto de aprobación, más de fiel que de cliente. Le seguí cruzando el patio interior aspirando el perfume de las plantas aromáticas. Era cualquier lugar.

El cuarto piso sin ascensor no iba a ser un problema. Después de atravesar el patio de manzana, fue la puerta de la derecha la que me adentraba en mi destino. Era una escalera de madera, con remaches y paredes repujadas, demasiada decoración para un escenario con tan pocas aspiraciones. Abrí la puerta después de despedirme del hombre del restaurante y, esta vez, la intuición me llevó fácilmente al interruptor general de la luz en la vivienda. Era mi casa en Berlín. Pero no lo parecía. Estaba llena de cosas. Y no me refiero a la decoración o el mobiliario, sino a los sombreros en la percha, los libros en las estanterías, los paraguas en el paragüero, las plantas, los adornos, la chaqueta en la silla… Aquella casa estaba habitada. No me lo había planteado en ningún momento. Las viviendas de alquiler están amuebladas, pero son impersonales, entre una combinación de blanco, negro, beige y gris… pero aquella casa estaba habitada, tenía colores, olores y vida interior.

Me interné temerosa por perturbar tanta armonía, por la obtención de tanto por tan poco. Era una de las viviendas más económicas que había encontrado en la web de alquileres por días y, sin embargo, me encontré habitando un mundo ajeno lleno de matices y ofertas. La cocina era pequeña y estaba muy ordenada. Sobre la mesa adosada a la pared, encontré la bolsa con la nota en español: “Bueno noche. Aquí esta una comida para tu legada. Espera que te gusta. Annie”

Empecé a llorar sin consuelo. Me estaba comunicando con la única persona que sabía de mi existencia en Alemania y que me ofrecía su hospitalidad y ni siquiera sabía mi idioma. Toda la gente que quiero o se ha ido, o no vuelve, o me he ido yo. He llevado demasiado lejos mi independencia. Estoy sola y el mundo se conjura para recordármelo.

La habitación más grande tenía una litera y juguetes en cajas, una mesita pintada a mano y dos sillitas a juego con los nombres escritos en los respaldos: Wolfang y Luca. Dos pequeños varones dispuestos a recrear un mundo nuevo con un mecano y todo tipo de construcciones en piezas. El dormitorio principal era muy pequeño pero bien organizado, dominaba el color rosa y los volantes, sin embargo no resultaba cursi. Annie era una mujer muy bella, como acreditaba el retrato de la boda en la mesilla. Morena, pequeña y de rasgos grandes. Abrí el primer cajón de la cómoda –sin querer, claro- y la visión de su contenido me extrajo una sonrisa de complicidad: había consoladores de diversos tamaños, braguitas de gominola, anillos para el pene, un azotador y un antifaz con plumas. Annie requería mucho más que lo que podía darle el hombre larguirucho de poco pelo -con chaleco de terciopelo- de la foto de boda. Por ahora, era suficiente y detuve mi investigación. Regresé al salón y observé a mi alrededor. Seguramente eran más de dos mil libros los que alicataban las tres paredes libres de la estancia, incluida la que ocupaba el ventanal. Los libros rodeaban el marco de la visión nocturna del patio interior que minutos antes yo había atravesado y a donde daba la estancia principal de la casa. La mayoría de los libros, de todas las épocas y edades, eran ediciones en francés, y los menos, en alemán. De nuevo sonreí al detectar juntos los dobles volúmenes de las obras completas de Borges y Don quijote de la Mancha, aparentemente los únicos que había en español. Es curioso que, sin buscarlo, ellos me encontraron a mí, en esa rara capacidad que tenemos los lectores de ser atraídos por las palabras que nos interesan en un texto.

No había aparato de televisión aunque me habían dado por correo electrónico la clave de la wifi. A pesar de la presencia protagonista en el salón de una mesa con un Mac con la pantalla más grande de la gama, saqué mi portátil y me senté en la cocina. Mientras abría el pequeño ordenador y tecleaba los números, trasteé por las viandas que Annie me había dejado sobre la mesa. Comprobé que la bolsa exhibía el mismo nombre del restaurante francés en el que me habían dejado las llaves del apartamento y de donde surgió mi guía por aquel edificio al que había llegado ya hacía más de una hora. Google me llevó a toda la información que buscaba. Annie Leintz era la propietaria de esa casa, aunque ahora su nombre era Annie Strauss, trabajaba en la embajada francesa y era traductora. En sus perfiles de redes sociales fue fácil encontrar su relación con Franz Strauss, el esposo, propietario del bistró “Le hall”. Lo dejé ahí, pero el hilo seguía por un camino intrincado de innumerables relaciones, fotos, datos, gustos, intimidades y conversaciones en facebook. Annie era una mujer activa en todos los campos. Parecía muy progre, ecologista y confiada, a juzgar por la comida biológica de producción sostenible de la bolsa en la cocina, y por la facilidad con la que había dejado su casa a una desconocida con la fría mediación de una web de alquileres por días.

Prácticamente ninguno de los alimentos me había seducido y apenas comí aquellos pasteles de verduras y las galletas de cereales negruzcas. Leí un rato en aquella cama grande de sábanas sedosas con colcha de volantes y lo siguiente fue la luz. Mi primer día en Berlín.

Desayuné con ganas y me calcé las deportivas con la intención de recorrer toda la zona en la que estaba mi apartamento turístico. Las galletas oscuras estaban mucho mejores de lo que aparentaba su aspecto. Aún con los últimos bocados y el café Nespresso en la mano, me asomé a la terraza que daba a la cocina. Era lo único que no había mirado a mi llegada la noche anterior. Casi tan grande como la vivienda, albergaba plantas aromáticas, arbustos en grandes tiestos, un pequeño huerto algo descuidado y geranios. Una mesa de forja con sillas sin cojines y un sofá balancín de espaldas a la puerta.

Sobre el asiento, un nota en perfecto español: “Toda la gente que quiero o se ha ido, o no vuelve, o me he ido yo. He llevado demasiado lejos mi independencia”. La firma llevaba mi nombre: Annie Strauss.

Inmma Aguilar Nàcher @Immaaguilar

Publicado previamente en el blog de la escritora,

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