Sucedió que un día mi padre olvidó su tristeza de viudo y empezó a soñar con una nueva vocación: acabar sus días como un corsario gaditano con mapa nuevo. Con esas ganas de reinventarse, convocó en la feria del libro a familiares y amigos para despedirse, y allí, entre caseta y caseta, nos fue regalando a cada cual, un libro de aventuras. A todos, excepto a mí. Lo que tarda un padre en maravillar a un hijo se llama querencia. Lo aprendí enseguida, cuando empezó a reírse, me guiñó un ojo e hizo brotar entre sus manos un libro de pop-ups con recortables de galeones y mares pintados; un instante fugaz que culminó entre humo artificial y un grito de «al abordaje», o algo así… La cuestión es que mi padre desapareció, entre aplausos enfervorecidos de los paseantes, dentro de aquel libro que acabó junto a mis pies. Ahora, cada vez que llegan noches de levante, releo sus aventuras entre risas y alguna que otra lágrima. Luego lo guardo con mucho cariño en mi librería, junto (muy juntito) al Atlas de Islas Serenas, el libro que eligió mi madre para marcharse, que en paz descanse.

Vicente Fernández Almazán

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